Me dispongo a pagar un juguete para mi hijo en la tienda de “Toys”
de La Salera en Castellón.
La cola en la única caja es de kilometro, como siempre en
esta tienda. Abre una caja la que enseguida veo es la encargada de la tienda.
Casi en los cincuenta, mediana estatura, gafas grandes de pasta, pelo corto
pintado de negro y abombado dándole una apariencia de balón de futbol.
Me coloco primero en esa caja y detrás de mí una chica joven
rubia con su novio. Van a tirar el dinero con un enorme set de panes y verduras
de plástico que pueden encontrar a mitad de precio en el chino. Pero bueno,
seguro que lo paga al pavo.
Mi mujer me pasa una tarjeta de puntos para que la entregue.
Observo que es de plástico. Desde que nació el pequeño tuvimos en esta tienda
una tarjeta de papel. Compramos, durante años, multitud de juguetes. Nunca
llegó ninguna comunicación sobre los puntos que acumulábamos. Al reclamar a la
tienda –encontrándonos con una encargada bastante inútil- se nos dijo que por
un fallo informático no había manera de saber cuántos puntos teníamos. Un “Lo
siento” fue lo que obtuvimos por regalo. En fin, espero que con la tarjeta de plástico todo vaya
mejor. Aunque me da absolutamente igual.
Entrego la tarjeta a la encargada y, al cogerla, lo más importante:
- ¿Código postal? – Con naturalidad, como quien recuerda una
obligación del cliente.
- Pon el que quieras – Le contesto con indiferencia y cierto cansancio, como quien conoce sus derechos como cliente y asume que esto se ha convertido en un trámite más a la hora de comprar en cualquier lugar.
- Bueno, ¿no sabes tú código postal? – Me espeta.
- Sí. Pero simplemente no lo quiero dar. – Me defiendo.
- ¡Pero si lo has dado en tu tarjeta!
- Ya le he dicho que simplemente no lo quiero dar.
Se cobra. Pero en su interior le hierve la sangre y no puede
resistirlo. Insiste de nuevo.
- Ya ve que le cuesta dar el código postal... – vuelve a la carga.
- A ver señora, ¿para que quiere usted el código postal?
- Para hacer una encuesta. – Contesta.
- Si quiere una encuesta, ¿por qué no se la paga usted? Usted me da puntos en la tarjeta, y yo le doy hasta mi número de teléfono. Pero ahora, si yo le hago la encuesta, ¿usted qué me da? Nada.
- Me parece que no es pedir tanto. – Vuelve a insistir, ya con desprecio como quien trata con un cascarrabias que no tiene razón. – Además, si no has dado tu dirección en tu tarjeta, nunca tendrás puntos.
Hasta ahora estaba tranquilo, pero le he de levantar un poco el tono de voz pues parece que no me entiende o no quiere entenderme.
- Oiga, que no tengo que darle nada. La tarjeta está bien. Es ahora que no quiero darle ningún dato. Además ya lo tiene en la tarjeta. Para sus estadísticas puede ver que he comprado, a través del registro de la tarjeta. Mire, está yendo muy lejos y me están entrando unas ganas de ponerle una queja.
- Haz lo que quieras. – Contesta con desprecio y descaro.
La chica rubia de los panes y verduras de plástico, que
habrá estado toda la semana mejorando sus técnicas de discusión alocada tragándose todos esos programas basura de la tele, se dispone
a poner en práctica lo que ha aprendido y se mete sin tapujos en la
conversación.
- Oye, ¿por qué no le das el código postal? Desde luego… - Me suelta algo así. No lo oigo bien porque se me está hinchando la vena.
Me giro, y ya rojo de ira, le digo – ¡Y a ti que te importa
todo esto!
- Pues que te estás poniendo un poco “bordecito”. – Y se
queda tan tranquila la niña.
La encargada y la niña se miran con complicidad. Yo resoplo
y cuento hasta tres. Miro a mi mujer y mi hijo. Pienso en que hemos salido los
tres a disfrutar juntos un tiempo, escaso, después de trabajar duro toda la
semana, para ver si, entre todos, sacamos este país adelante.
- Eh, adiós – cierro el tema y nos vamos.
Mientras salgo de la tienda, pienso que este es un país de
paletos.
Pienso en los países del resto del mundo en los que he
vivido y viajado y en cómo se hubiera desarrollado esta situación. Si alguien
me hubiera pedido algún “dato personal”, como el código postal, y yo no se lo hubiera dado, hubiera
entendido que estoy en mi derecho. No me hubiera montado un pitote. Y, desde
luego, ninguna niñata se hubiera metido en un asunto que no es el suyo a menos
que no hubiera estado viendo debates basura toda la semana. En América, no lo hubiera hecho por temor a una denuncia a la tienda o a que le sacaran una pistola a la rubia por eso. En el resto de Europa, por pura educación.
Pienso en la incultura, el analfabetismo mental de este país,
pienso en si tiene solución. Pienso en cuantos años se tardaría en solucionar
esto a partir de una adecuada educación en la escuela y en casa. Pienso en la
educación que la encargada y la niña de los panes de plástico pueden dar a sus
hijos.
Pienso en como tuve que “corromper” ligeramente a mi hijo
para que no se lo comieran vivo en la escuela.
Pienso en si los políticos corruptos e inútiles tienen algo de culpa, y en si pueden hacer
algo. Pienso en si los intelectuales están dormidos o acomodados en este país, o
no tienen fuerza para denunciar toda esta mierda.
Finalmente pienso en si es algo arraigado en nuestra cultura
que no tiene solución.
Seguiré publicando casos de gilipollismo nacional. El día en
que deje de publicarlos, quizás ya no viva en este país de paletos.
La gente no sabe cuáles son sus derechos, ni los quiere
saber, ni hacer valer. En cualquier país occidental, si preguntan el código
postal, la respuesta será “para qué lo quieres”, o “no es cosa tuya”, o “perplejidad”
por la intromisión.
En España, alguien como yo que intenta comprar tranquilo y defender sus
derechos de una forma razonada, recibe el desprecio de una vendedora y el
insulto de otro cliente.
En verdad, nos estamos volviendo gilipollas.