Me dispongo a disfrutar de algo que solía distraerme y hacerme pasar un buen rato: hacer la compra. Últimamente se está convirtiendo en una actividad molesta.
El supermercado al que voy tiene fama de ser el más barato. No lo sé. Hubo un tiempo en que tenía tiempo para hacer estudios comparativos del precio de la patata, o de la fruta, en diferentes establecimientos. Pero en los últimos años sólo me queda tiempo para estudiar “cómo comprar lo justo, con menos”.
Por lo que entro en el “mercado” lleno de “donas” siguiendo la tendencia general en mi localidad. Lo hago de forma precavida. Intento no llamar la atención.
Me deslizo por el primer pasillo sin novedad. Llego fácilmente a las frutas. Es un lugar considerado seguro. La frutería es zona de jurisdicción única de la frutera. Al menos conoces quién te puede asaltar. La tienes localizada, no te sorprenderá por cualquier ángulo.
Allí está, ordenando unos tomates que algún desaprensivo acaba de dejar descuidados. Recuerdo cuando me reprendió por coger el género sin guantes de plástico. La verdad es que tenía razón, el magreo de fruta y verdura debe de dejar en la pieza una mezcla de fertilizantes prohibidos, ácidos, amoniaco, cloruros, nitratos, detergente, cera, bacterias y enfermedades mortales transmitidas vía dedo. Explosivo. De nada sirvió mi excusa de que yo selecciono con la vista, y que lo que toco, lo cojo. Bueno, siempre uso guantes ahora, no quiero matar a nadie con mi mano llena de enfermedades.
Me ha visto. Justo al girar la cabeza ligeramente a la derecha para recolocar un tomate descarriado. Acelera la colocación; acaba; y se lanza sobre mí.
– Los tomates están rebajados.– con voz amable.
– Los tomates están rebajados.– con voz amable.
Te han dicho que te quites de encima esos tomates. Pienso yo.
Los rechazo con habilidad y educación, consiguiendo que no pueda volver a insistir. La veo algo contrariada. Así que, me anticipo y le muestro mis manos enguantadas para evitar una reprimenda vengativa por el rechazo sufrido.
Peso unas peras y abandono la zona de restricción sin más problemas que esquivar un hombre que está entrando en la verdulería. Tiene pinta de los que no se ponen guantes. Je je, le va a caer la del pulpo. Le he dejado a la frutera calentita...
Me siento satisfecho. Pero me dura poco. Enfilo el carril de transición de los congelados y me entra una comerci-caje-reponedora con dos barras de pan en la mano.
– ¿Pan de pueblo? Lo tenemos de oferta a 1€ la barra.
– ¿Pan de pueblo? Lo tenemos de oferta a 1€ la barra.
Te han dicho que te deshagas de la ornada de esta mañana. Pienso. – No gracias.– Me desmarco educadamente.
Sigo comprando. Pero empiezo a sentirme intranquilo. Con sólo un par de productos en el carro, ya me han asaltado dos veces. Recuerdo aquellos días en que esta empresa no ganaba tanto. Era una gozada comprar aquí. Pasabas un rato agradable, tranquilo. Entrabas, cogías, pagabas y te ibas. Luego empezaron en la pescadería a gritarte las ofertas cuando pasabas. Más tarde habilitaron una comerci-caje-reponedora en la carne para explicarte lo que ya se ve en las etiquetas. Que era carne y el precio que tenía. El “consejo” venía solo por zonas en principio. Cada departamento te aconsejaba sobre sus productos.
Empecé a plantearme el montar una revolución desde fuera. Hablar con las empleadas y preguntarles si les estaban pagando por actuar de comerciales. Desistí cuando implantaron las comerci-caje-reponedoras ambulantes. El tema se había desbocado. Operaban inter-departamentos. Su movilidad era pasmosa. Solían ser dos o tres que peinaban todo el supermercado. Tras este movimiento de la dirección del supermercado en cuestión, solo me quedaba sobrevivir. Esta cadena de supermercados se estaba convirtiendo en una de las empresas punteras del país. A costa de gente como yo que las estaba pasando cada vez peor para moverse tranquilamente por el super, y de los pobres y hacendosos agricultores -llego a imaginarme sin esfuerzo.
Desde casa, una sola consigna: – Es el más barato; las bolsas ya están en el coche; y cíñete a la lista...
Encaro el pasillo de los licores y vinos. Zona de exclusión. Nunca me han ofrecido nada allí, será porque el vino no caduca con facilidad. Tomo un respiro. Pero nada más salir ZAS!
– ¿Pan de pueblo? a 1€ la barra.– me caza una segunda comerci-caje-reponedora.
– ¿Pan de pueblo? a 1€ la barra.– me caza una segunda comerci-caje-reponedora.
Debo de tener cara de indeciso, o de no llevar lista de compra.
– No gracias– con una mano le enseño con esperanza mi lista de la compra, y con un giro de cadera, esquivo a la comerci-caje-reponedora y enfilo el carro a la panadería. He de conseguir elegir mi propia barra de pan. Es cuestión de lucha por la libertad.
Cojo dos barras de pan rústico. Unas barras crujientes que me gustan bastante. Están calentitas. – Umm, he pillado la última hornada– Las he apretado un poco para ver si crujían. Y sin guantes. Me siento rebelde.
Contento, enfilo el carro hacia la caja. Paso por una zona estrecha donde a unas rosquilletas de casi 2€ la bolsa, les salen patas y saltan dentro del carrito. Veo a una comerci-caje-reponedora al final de un pasillo. Lleva 2 barras en la mano. Es la de la primera vez. Veo que duda, pero no tiene güevos a volver a entrarme. Además, ya estoy en la caja.
Sitúo mi compra en la cinta. La cajera está distraída hablando con la de atrás. Algo de un turno. Pasa la fruta, leche, arroz, garbanzos, 2 barras de pan... Y a la que pasa el pan, se queda parada y horrorizada, abre redondos los ojos y en ellos se le refleja el flagelo de la mala conciencia de alguien que ha olvidado su deber. Deja mis barras de pan ya escaneadas, hace un giro hacia su izquierda, coge algo y me lo planta en la cara:
– ¿Pan de pueblo? … a 1€ la barra.
– ¿Pan de pueblo? … a 1€ la barra.
En verdad, creo que nos estamos volviendo gilipollas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario